La bondad de corazón

Se dice que hay tres tipos de personas altamente beneficiosas para la humanidad: las personas buenas, las humildes y las sabias. Las personas buenas imitan una de las facetas más atractivas de la personalidad de Jesús, que «pasó por la vida haciendo el bien». Una cualidad que no depende tanto del temperamento, ni del humor, sino de la riqueza de amor que haya en la persona.

La Madre Teresa de Calcuta estimula así la bondad cristiana: «Sed bondadosos… comprensivos. Que nadie venga a vosotros sin que pueda irse mejor y más feliz. Sed la viva expresión de la bondad de Dios; bondad en vuestro rostro, bondad en vuestros ojos, bondad en vuestra sonrisa, bondad en vuestras palabras».

La persona verdaderamente buena, a la corta o a la larga, ejerce un influjo eficaz, seguro, inevitable, sobre los que conviven con ella; una transformación -usualmente paulatina- operada por la fuerza de su paz y paciencia, de su comprensión y perdón, de su disponibilidad gratuita.

La bondad implica una vida orientada hacia el prójimo, con el pacífico afán de hacerle con cualquier pretexto un poco más feliz.

La bondad echa a buena parte de la forma de ser cualquier otro; con una comprensión amorosa que invita a verlo en su lado bueno, buscando más todo lo que une en vez de hurgar en lo que podría ser motivo de distanciamiento.

La bondad hace posible la paz del ánimo, la mansedumbre, el retornar bien por mal, ante reacciones humanas en las que el simple impulso natural no resistiría a la irritación, al desahogo, al «ojo por ojo y diente por diente».

La bondad supone, finalmente, confiar en la verdad de que en el interior de todo corazón humano hay prodigiosos tesoros de «bondad» sin explotar; el deseo profundo de querer ser bueno, de obrar el bien. Certeza que invita a cultivar más en los que están a nuestro lado ese fondo de bondad, con la convencida esperanza de que de cada uno de ellos puede salir el hombre bueno; más aún, el cristiano perfecto, el santo.

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